Vuela Alto Papá
La vida humana es finita y queda en ti dejar huellas que permanezcan en el tiempo, no para llenar tu ego, ya que él también muere contigo, sino para que los otros humanos que te siguen aprovechen mejor su tiempo en este plano.
Mi papá nació en octubre de 1960, en Mérida, Venezuela. Formaba parte de una familia numerosa y humilde, que tuvo que forjarse con la fortaleza de una madre que asumió su rol sin la presencia de una figura paterna. Fue el consentido de sus hermanas, el menor de los varones. Le decían Julito de cariño, hasta que nací yo, pero no nos adelantemos en la historia. En San Juan de los Morros, donde vivió gran parte de su niñez, le apodaron "La Sardinita". Su afición era nadar, y lo hacía bien, en lo que creo era la única piscina olímpica de la capital llanera.
En Caracas vivió una época de parranda. Allí le decían Julio Pepino, yo no estaba presente en esa época, pero imagino que era por la nariz. Como todos sus hermanos, desde joven le tocó asumir responsabilidades temprano, y tras sus primeros alborotos, propios de una juventud acelerada, ocurrió un cambio radical en su vida: su fe en Cristo y la práctica de su religión. Yo nací justo en esa transición.
Mi papá, también llamado Julio César, siempre fue hábil con las palabras. Fue su herramienta de trabajo y luego un poderoso medio para servir a su fe. Podía hablar por horas, y la gente lo escuchaba sin aburrirse. Las conversaciones a veces se interrumpían con su risa singular y característica: "¡Ja, ja, ja! ¡Gloria a Dios!". Ahora que lo veo como un recuerdo, no hay mayor gloria que dedicarte una risa cada vez que algo te alegra o te llena de gracia. Y gracias a sus palabras, su trabajo y sus predicaciones, fue un hombre que construyó una red de contactos muy grande, en Caracas, donde nací y viví mi infancia, en Valencia, donde vivimos después, en La Guaira, Mérida, Maracaibo y tantos otros lugares donde la familia y el ministerio lo llevaron.
Fui su primer hijo. Me salvé de llamarme Hans Gary Rudolph gracias a su nombre. ¿Pueden creerlo? Después de mí vinieron Sthephanie, Jim y Melanie. A ellos, luego de la separación de mis padres, les tocó la mejor parte: ser los conejillos de indias en las recetas de mango. A todos nos tocó la disciplina que intentaba inculcar por medio de la religión, pero en las enseñanzas que predicó y la fe que promovió, nos ayudó a conocer el mundo real. Siempre hay gente más necesitada que uno, y la bondad está en dar sin esperar nada a cambio. Mi papá pudo haber acumulado más, pero a lo largo de su vida lo llenaba el dar. Construyó iglesias, rescató canchas, llevó comida a los pobres, visitó a los enfermos, llevó esperanza a las cárceles y muchas veces nos hizo acompañarlo. Nos hizo ver cómo era el mundo y apreciar lo que teníamos. Compartir, nos enseñó a compartir. No solo lo material, sino también los momentos. No había un viaje familiar en el que no incluyera a mis primos, y ya les dije que somos una familia numerosa.
Como en toda familia humana, la perfección no es la regla. La separación de nuestra familia nos afectó a todos. A mí, en particular, me tocó asumirla en plena adolescencia, cuando se juzga a la ligera y solo se impone la propia razón. Pasé mucho tiempo sin hablar con mi papá, pero nos reencontramos cuando le di la noticia de su primer nieto. Vaya que fue una alegría para él. En esta etapa, la rigidez de las normas no existía y hubo una relación de adultos que no nos habíamos permitido antes. Pude celebrar algunas fiestas y hacerlo brindar conmigo. ¡Papá Jesús brindó con vino!
Uno a uno, todos sus hijos fueron emigrando. Me tocó ser el último. Vio nacer a Margaret y la pudo cargar con orgullo. Pero Venezuela y su desgracia nos obligaron al exilio y allí quedó él, estoy seguro que adolorido por la soledad. En los últimos años ya hablaba de venirse, pero el destino no toma en cuenta los planes.
Hoy, 2 de octubre de 2024, a pocos días de cumplir 64 años, mi papá dejó de existir. Al parecer, un tumor no detectado acabó con su vida. Gracias a mi tía Sonia, que estuvo pendiente, no murió solo, arrullado por el dolor y las peores condiciones. Sus sobrinos y hermanas lograron verlo y demostrarle que su amor dio frutos. A nosotros, sus hijos, nos impone la distancia y la imposibilidad de entrar a nuestro propio país, de llorar a la distancia y desearle un buen viaje al cielo, porque aunque no fue un hombre perfecto, se esforzó mucho por ganarse su lugar en el paraíso.
Vuela alto, Julio César. Te amo.
Julio César Rivas
Mi papá nació en octubre de 1960, en Mérida, Venezuela. Formaba parte de una familia numerosa y humilde, que tuvo que forjarse con la fortaleza de una madre que asumió su rol sin la presencia de una figura paterna. Fue el consentido de sus hermanas, el menor de los varones. Le decían Julito de cariño, hasta que nací yo, pero no nos adelantemos en la historia. En San Juan de los Morros, donde vivió gran parte de su niñez, le apodaron "La Sardinita". Su afición era nadar, y lo hacía bien, en lo que creo era la única piscina olímpica de la capital llanera.
En Caracas vivió una época de parranda. Allí le decían Julio Pepino, yo no estaba presente en esa época, pero imagino que era por la nariz. Como todos sus hermanos, desde joven le tocó asumir responsabilidades temprano, y tras sus primeros alborotos, propios de una juventud acelerada, ocurrió un cambio radical en su vida: su fe en Cristo y la práctica de su religión. Yo nací justo en esa transición.
Mi papá, también llamado Julio César, siempre fue hábil con las palabras. Fue su herramienta de trabajo y luego un poderoso medio para servir a su fe. Podía hablar por horas, y la gente lo escuchaba sin aburrirse. Las conversaciones a veces se interrumpían con su risa singular y característica: "¡Ja, ja, ja! ¡Gloria a Dios!". Ahora que lo veo como un recuerdo, no hay mayor gloria que dedicarte una risa cada vez que algo te alegra o te llena de gracia. Y gracias a sus palabras, su trabajo y sus predicaciones, fue un hombre que construyó una red de contactos muy grande, en Caracas, donde nací y viví mi infancia, en Valencia, donde vivimos después, en La Guaira, Mérida, Maracaibo y tantos otros lugares donde la familia y el ministerio lo llevaron.
Fui su primer hijo. Me salvé de llamarme Hans Gary Rudolph gracias a su nombre. ¿Pueden creerlo? Después de mí vinieron Sthephanie, Jim y Melanie. A ellos, luego de la separación de mis padres, les tocó la mejor parte: ser los conejillos de indias en las recetas de mango. A todos nos tocó la disciplina que intentaba inculcar por medio de la religión, pero en las enseñanzas que predicó y la fe que promovió, nos ayudó a conocer el mundo real. Siempre hay gente más necesitada que uno, y la bondad está en dar sin esperar nada a cambio. Mi papá pudo haber acumulado más, pero a lo largo de su vida lo llenaba el dar. Construyó iglesias, rescató canchas, llevó comida a los pobres, visitó a los enfermos, llevó esperanza a las cárceles y muchas veces nos hizo acompañarlo. Nos hizo ver cómo era el mundo y apreciar lo que teníamos. Compartir, nos enseñó a compartir. No solo lo material, sino también los momentos. No había un viaje familiar en el que no incluyera a mis primos, y ya les dije que somos una familia numerosa.
Como en toda familia humana, la perfección no es la regla. La separación de nuestra familia nos afectó a todos. A mí, en particular, me tocó asumirla en plena adolescencia, cuando se juzga a la ligera y solo se impone la propia razón. Pasé mucho tiempo sin hablar con mi papá, pero nos reencontramos cuando le di la noticia de su primer nieto. Vaya que fue una alegría para él. En esta etapa, la rigidez de las normas no existía y hubo una relación de adultos que no nos habíamos permitido antes. Pude celebrar algunas fiestas y hacerlo brindar conmigo. ¡Papá Jesús brindó con vino!
Uno a uno, todos sus hijos fueron emigrando. Me tocó ser el último. Vio nacer a Margaret y la pudo cargar con orgullo. Pero Venezuela y su desgracia nos obligaron al exilio y allí quedó él, estoy seguro que adolorido por la soledad. En los últimos años ya hablaba de venirse, pero el destino no toma en cuenta los planes.
Hoy, 2 de octubre de 2024, a pocos días de cumplir 64 años, mi papá dejó de existir. Al parecer, un tumor no detectado acabó con su vida. Gracias a mi tía Sonia, que estuvo pendiente, no murió solo, arrullado por el dolor y las peores condiciones. Sus sobrinos y hermanas lograron verlo y demostrarle que su amor dio frutos. A nosotros, sus hijos, nos impone la distancia y la imposibilidad de entrar a nuestro propio país, de llorar a la distancia y desearle un buen viaje al cielo, porque aunque no fue un hombre perfecto, se esforzó mucho por ganarse su lugar en el paraíso.
Vuela alto, Julio César. Te amo.
Julio César Rivas
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